— Le agradezco estos minutos de su valiosísimo tiempo. Sé que abrirme la puerta ya es de por sí un gran acto de fe, pero déjeme abusar un poco más de su confianza y pedirle que imagine un mundo sin muertes. O al menos un mundo en el que la muerte no nos preocupe más que un simple resfriado. Le hablo de la posibilidad de volver a nacer. Sí, se lo que piensa. Si echa un vistazo a la carpeta comprenderá que no es sólo un argumento de ciencia ficción. He explicado, de la forma más sencilla posible, en qué se basa mi investigación. No piense mal de mí, no crea que guardo el cadáver de mi difunta esposa en un sótano mohoso. No me mueve el sentimentalismo, simplemente quiero hacerme rico y famoso. Entiendo que es usted religiosa, por el azulejo que veo sobre su puerta, ¿La Virgen de Covadonga? Es igual. El caso es que lo que opine dios no debe preocuparle por que, como puede ver en la página tres, he demostrado sin margen de error su inexistencia. Bueno, ahora viene la parte incómoda. Es un proyecto ambicioso y, como tal, requiere de una fuerte inversión inicial que, si ha entendido bien mi propuesta, y no dudo de su inteligencia, le será recompensada con creces. No hay ni que decir que los beneficios de mi patente serán incalculables y que usted será partícipe de ellos pero, además, será una de las primeras renacidas. Seamos francos, ¿cuántos años tiene?, ¿ochenta y cinco? Es hora de pensar en su futuro. Y ese futuro se prolongaría indefinidamente por unos diez mil euros. Veo en su cara las dudas. Quiere pruebas de lo que digo, algo totalmente legítimo. ¿IGOR? Tardará un poco en subir las escaleras, tenga en cuenta que es un prototipo. No se alarme por su aspecto, con su inversión y la de otros emprendedores como usted conseguiré resultados mucho más estéticos. Bien. Aprovechemos estos minutos para conocernos mejor: ¿Alguna alergia de la que deba tener constancia?
Magnífico. Esa sorpresa final… ¡Ay, queremos ser eternos aunque sea sin alma! Sea lo que sea eso.