— Vamos a ver, agente…
— No me puedo creer que las primeras palabras que vaya a escuchar mi hijo sean: “Agente, esto no es lo que parece” —dijo Vera desde la camilla mientras sostenía un bulto rojo que no se enteraba de nada, y fulminaba a su amiga con la mirada.
— Agente, está claro que ha habido un malentendido —dijo Lara, para después mirar a la nueva madre— ¿Mejor?
— Señoras, no se desvíen del tema y explíquenme qué hacían ahí —la policía señaló una habitación llena de fardos de cocaína.
— Que quede claro, agente, que no estábamos haciendo nada ilegal…
Que quede claro, lectores, que lo que estábamos haciendo allí seguramente fuese ilegal.
Y para que entendáis qué nos llevó a una parturienta y a una servidora a una sala llena de coca tendré que empezar la historia desde el principio.
Si Vera contase esta historia, os diría que todo empezó el día que nos conocimos en el instituto y que desde entonces no he dejado de meterla en marrones surrealistas del tipo: «No sé cómo ha podido llegar su peluquín aquí, señora directora». Pero como ella no lo está contando, yo apareceré mucho más alta y guapa, y la historia empezará como debe: con una llamada de teléfono.
Esa tarde estábamos planchando una montaña de camisas y preguntándonos si eso de haber empapelado la ciudad con un cartel que rezaba “Chicas para todo” justo encima de nuestros números de teléfono había sido la mejor solución para nuestros problemas económicos cuando sonó el móvil de Vera.
— Como sea otro preguntando si le meamos encima, voy y le meo. Gratis.
Vera, embarazada de nueve meses, estaba para pocas tonterías así que evité decirle que ese no sería un buen castigo a no ser que le apuntase a un ojo y contesté yo.
Cuando colgué, después de decir un escueto «Sí, por supuesto.», Vera me miró intrigada. Decidí empezar contando lo más importante:
— Nos pagan cien euros la hora.
Después le aclaré que no tendríamos que quitarnos las bragas para conseguirlos. La mujer que había llamado solicitaba nuestros servicios como médiums. Había visto nuestro anuncio en la floristería. Se casaba ese sábado y no quería que el espíritu de la ex de su novio se pasease por allí. Eso sí, debíamos presentarnos como unas amigas del colegio porque sus padres eran muy religiosos y no tolerarían ese tipo de “espiritualidad alternativa”.
— Se ha confundido de número —dijo Vera.
— Cien euros la hora —dije yo.
El sábado a las nueve de la mañana nos presentamos más bonitas que un San Luis en la finca dónde se celebraría el enlace. Lo primero que hizo la novia fue preguntarnos por nuestros métodos de trabajo.
— Debe entender —dije—, que el ectoplasma se comporta de forma anómala cuando se estresa, dando lugar a fluctuaciones espaciotemporales que supondrían un riesgo para los vivos. Así que es mejor que simplemente estemos alerta. Ya la avisaremos si pasa algo.
— Fluctuaciones espaciotemporales, vaya huevazos —dijo Vera cuando la novia se fue a su habitación para arreglarse.
— Vamos a por los entremeses.
Antes, durante, y después de la ceremonia nos dedicamos a ponernos hasta las cejas de comida, a pasear por los jardines y a criticar los peinados de las invitadas. Ese día ganaríamos mil euros por no hacer nada. ¿Era ético? ¿Era legal? ¿Nos importaba? La respuesta a todas esas preguntas era la misma.
— ¡Tenéis que venir rápido! —dijo una vocecita— Creo que hay un fantasma en la bodega. He oído ruidos.
La adolescente, de la que llevábamos huyendo todo el día, estaba ilusionadísima por tener alguien con quien contrastar sus teorías paranormales. Íbamos a darle largas por enésima vez pero hasta a nosotras nos estaba pareciendo demasiado descarado no ir a echar al menos un vistazo.
Y allí nos encontramos el pastel.
No había ningún fantasma, claro, pero sí unos cien quilos de cocaína muy bien empaquetada y un perplejo cincuentón con la nariz empolvada.
La cosa habría acabado ahí. Habríamos cerrado la puerta, comido croquetas y nos hubiésemos llevado la pasta. Si Vera no se hubiese puesto de parto.
No digo que fuese culpa suya, pero si hubiese aguantado un poquito más, joder…
Los gritos (los míos, los partos me suelen alterar) hicieron que aquello se empezase a llenar de gente que dudaba entre llamar a una ambulancia o a la policía.
Al final aparecieron hasta los bomberos y, bueno, ya conocéis el resto.
— Somos amigas de la novia —acabó por decir Lara—. Sólo estábamos buscando los baños y…
— Tenemos a la madre de la novia esposada —interrumpió otro policía.
La policía que las estaba interrogando miró primero a una y luego a otra, puso los ojos en blanco y se marchó.
Vera y Lara subieron a la ambulancia jurando no volver a colocar carteles en un centro de Reiki, mientras una señora con pamela le gritaba a su marido que llamase “al Chanclas”, que él se encargaría de todo.
Otro relato presentado a otro concurso que no ha sido seleccionado, pero no quería que se quedase en el olvido. ¿Qué os ha parecido?
¿Nos lo prestas para publicarlo en Papenfuss?
Hola. Lo he leído en el Papenfuss número 13, en el cual también hay uno de mis relatos.
Me ha gustado mucho el tono y la narración, aunque en esta creo que le habría venido mejor que lo hubiese contado todo Lara, incluso el presente, el cambio a tercera persona desentona un poco. Tampoco me quedó muy claro el final.
Pero lo importante es que me lo he pasado muy bien leyéndolo, y las historias de enredos son de mis favoritas. Lara y Vera son dos personajes muy buenos, de los que se podrían sacar más relatos.
Un saludo.
Muchísimas gracias por tomarte el tiempo de leerlo y comentarlo!!!! Tiendo a enredar mucho la trama y es algo que tengo que corregir. Me alegra muchísimo que te hayan gustado los perdonajes!!!