La máquina de la felicidad

ojo abierto

Violeta permaneció unos minutos apoyada con la cabeza entre los barrotes de la gran verja de hierro oxidado contemplando el ruinoso edificio. Recordaba que hacía no mucho había sido un hospicio y, unos cuantos años atrás, la residencia de un aristócrata venido a menos.
Sacó del bolsillo de su abrigo el panfleto y contempló a la mujer que le sonreía: “Diga adiós a sus preocupaciones” rezaba el eslogan. Si hubiese enseñado ese papel a cualquiera enseguida le habrían advertido de una muy probable estafa. Pero no lo había hecho, al igual que no había contado a nadie que meses atrás había visitado a una santera y que se había dejado la mitad de sus ahorros en un amuleto, una botellita llena de sangre y uñas, que nunca funcionó.
Nadie entendería que haría lo que fuese por olvidar. Aunque en esos momentos hasta ella misma dudaba de su decisión. Aún estaba a tiempo de irse a casa pero sabía que volver a la rutina no era la solución y que era eso lo que la estaba matando.
Empujó la verja y pasó como pudo por la estrecha rendija que consiguió abrir.En el jardín había árboles y plantas muertas por todas partes. A lo lejos percibió la figura de un hombre excavando la tierra. Supuso que era el jardinero intentando devolverle la vida al lugar pero no pudo evitar estremecerse, ¿qué pretendía plantar en semejante agujero?
Dio tres golpes con la aldaba y esperó. Nadie apareció en un buen rato. Se sorprendió al sentirse aliviada. Estaba girando sobre sus talones cuando la puerta se abrió. Una mujer obesa que vestía un traje de enfermera que le quedaba pequeño le abrió la puerta.
– La esperábamos –dijo, y con un gesto que pretendía ser una floritura la invitó a entrar.
El recibidor estaba lleno de muebles cubiertos con sábanas. La enfermera se bamboleaba delante de ella esquivándolos sin ninguna gracia. Cuando habían cruzado un par de habitaciones le llegó el olor a desinfectante. Estaban en una antesala llena de suciedad en la que había una única silla metálica. Al sentarse comprobó que cojeaba e intentó no moverse mucho para no oír aquel siniestro chirrido.
– Enseguida será atendida… ¿Ha comprendido la política de privacidad? –preguntó la enfermera antes de marcharse.
Violeta asintió. Se refería a la letra pequeña del anuncio. Los interesados (en ningún momento se les llamaba pacientes) se comprometían a no hablar a nadie del experimento que se llevaría a cabo.
Se consideraba una persona cabal e inteligente y esa advertencia valdría para hacer saltar todas las alarmas, pero entonces los olores y los sonidos volvían a su mente. Él debía desaparecer. Sacudió la cabeza y se dijo que era lo correcto. La única salida. La penúltima opción.
Cuando llevaba diez minutos esperando el silencio comenzó a ser insoportable. Al principio anhelaba oír alguna muestra de vida en aquella casa que la calmase pero luego creyó oír gritos de auxilio así que comenzó a balancearse en la silla para hacerlos callar.
Un hombre lleno de tierra irrumpió en la salita cojeando y buscando a alguien con los ojos exorbitados.
– ¿Dónde está? –escupió.
Antes de que pudiese contestarle la puerta se abrió.
– ¿Qué hace aquí, Geeves?
Una anciana en una bata blanca impoluta salió a recibirle.
– He tenido un problema en el jardín. Necesitaré más cal –dijo sin dejar de mirar a Violeta de arriba abajo.
– Soluciónalo. No te está permitido entrar en la casa.
– Acordamos que no más de sesenta kilos… -dijo frotándose la espalda.
La mujer le atraveró con la mirada y el jardinero se fue renqueando cabizbajo.
– Adelante querida, tenemos mucho trabajo que hacer.
Violeta entró en una sala con paredes de azulejos blancos. Había una silla reclinable en el centro y un mueble tapado con una sábana verde. Todo estaba impecablemente limpio. Tomó asiento y cerró los ojos. Una música demasiado familiar empezó a sonar a sus espadas y dio un respingo.
– Tranquila–dijo la anciana-. He leído atentamente tu carta y he dispuesto todo para ayudarte a recordarle antes de ayudarte a olvidarle, es el procedimiento. Abre bien los ojos.
La mujer, que no dejaba de sonreir, le aplicó unas gotas que nublaron su visión por un instante. Inmediatamente unas imágenes se proyectaron en la pared. Violeta intentó levantarse pero en algún momento había sido atada a la silla.
– Abre bien los ojos –dijo la anciana mientras descubría la máquina de la felicidad.

Texto enviado para la escena nº 20 del Taller de Escritura Creativa “Móntame una escena” de Literautas

3 comentarios sobre “La máquina de la felicidad

  1. ¡Genial historia!
    Yo también participo en el taller, ya he publicado mi historia de miedo, nunca habia escrito una historia así… a ver que comentarios recibo! 😀

    ¡Un abrazo!

  2. Hola, iracunda.
    Tu relato me ha gustado. Llevas a lector de la mano y durante ningún momento de la narración se hace aburrido.
    La única pega que encuentro es el final. No porque haya que cambiarlo, que como final abierto funciona muy bien; pero quizás deberías crear un climax mas chocante. Normalmente describes bien el entorno. Yo creo que en estas últimas líneas habría que dar algún detalle de la máquina. O si quieres guardarla en secreto, al menos mensionarla como algo terrible y aterrador que se pierde en el misterio de su visión nublada.

    Bueno, en general un relato maravilloso. Mis felicidades.

    1. Muchisimas gracias!! La verdad es que escribi este relato muy condicionada por las dichosas 750 palabras. Al final me sobraron como quince y no logre encontrar ese clima chocante del que hablas antes del día 15.
      Un saludo, ¡Nos leemos!

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