La gente puede murmurar, adivinar e inventar pero nada de lo que se les pase por la cabeza, por muy retorcido y aberrante que sea, tiene una pizca que ver con la realidad de estas mujeres. Estoy en una posición privilegiada para contar la historia, he vivido con ellas toda mi vida, y ni siquiera yo puedo responder a todas las preguntas.
Cuando ven a las señoras pasear cogidas de la mano las mujeres se santiguan y los hombres apartan la mirada. Pero hay algo más profundo que el asco que su relación les pueda producir a estos “paletos de ciudad” como los llama la señora Marta. Es más un mecanismo de defensa primitivo lo que les lleva a repudiarlas de esa manera. Ese sentimiento es lo más cerca de la verdad que se encontrarán nunca.
Por mi parte, el que esas dos mujeres duerman juntas es lo que menos me preocupa. Tener que limpiar el salón después de sus fiestas es un engorro, pero cuando pillo a alguna de las Grandes y Dignas “Señoras de” escabulléndose por la puerta que da al jardín con las enaguas en la mano, ese segundo en el que nuestras miradas se cruzan y esa noble dama se ve obligada a bajar la mirada ante mí, la infeliz doncella, todo merece la pena. Oh sí.
Valgo más por lo que cayo que por lo que cuento… y la discreción es difícil de encontrar en el servicio, ¿verdad?
No recuerdo haber vivido en otro sitio que no fuese la Casa de las Rosas. Mi madre sirvió en ella, igual que mi abuela y mi bisabuela. Cuando fui lo suficientemente mayor para comprender que jamás abandonaría ese lugar y que, muy probablemente, pariría una hija que se vería encadenada a esa casa como yo, decidí no casarme.
Muchos hombres se me acercaban llenos de curiosidad por el misterio que, sin yo querer, me rodeaba. Hombres buenos que me rondaban durante meses –incluso años- hasta que se aburrían o encontraban a una buena mujer. También me cortejaron hombres no tan buenos y he de confesar que estos estuvieron más cerca de conseguirlo. Hace tiempo que todos, buenos y malos, se han rendido. ¿Debería entristecerme?, porque en realidad siento como si hubiese ganado una pequeña batalla…
La casa es grande pero apenas supone un esfuerzo: las damas comen como ratoncitos y no son muy exigentes con la limpieza. Teniendo en cuenta que desde que aprendí a leer y mi madre murió mi trabajo no supone una prioridad para mí, durante las tardes me dedico a devorar todos los libros de la biblioteca. Cuando parece que los he terminado siempre encuentro un pequeño tomo de cuero rojo por aquí o un gran volumen polvoriento por allá que me mantiene ocupada hasta descubrir el siguiente.
Los días antes del solsticio de verano son los más ajetreados del año. Me veo obligada a acompañarlas a todas partes. Y con la edad se vuelven más desconfiadas. Sin ir más lejos hace seis meses se empeñaron en que diera clases de esgrima con un individuo repugnante –¡A saber de qué agujero lo habían sacado!- que también me enseñó a disparar y a apuñalar a un hombre en siete puntos “potencialmente mortales”. Fue francamente divertido.
La señora María no se encontraba bien. Esos días parecía más un cadáver que una persona. Yo la bañaba y la vestía sin temor porque sabía que lo que la afectaba no era contagioso. Lo había visto otras veces, siempre los meses antes del solsticio.
Lo que cambió todo, lo que me llevó a escribir esta carta, que dejará constancia de quién fui, quién soy, lo bueno y lo malo, fue cómo se desarrolló el solsticio ayer.
La señora Marta dibujó con sal símbolos en el suelo del jardín, colocó velas rojas, quemó salvia y depositó en el centro el cuerpo apenas con vida de la señora María que murmuraba y agarraba su mano con sus últimas fuerzas.
— Tranquila, amor, ya queda poco —dijo soltando su mano y clavándole una daga de plata en el corazón.
Un viento cálido se levantó y apagó las velas. La señora Marta comenzó a cantar en su idioma natal y el cuerpo de la señora María comenzó a convulsionarse.
Hasta ahí todo se desarrollaba con normalidad, como todos los 21 de junio.
Para mí, ver este tipo de cosas es el pan nuestro de cada día. Comprendo, como así me lo hizo entender mi madre, que no ocurren en todas las casas y que no debo hablar de ello con nadie por mi seguridad y la de las señoras, pero no me alarmo al ver cómo le parten el cuello a un murciélago o cómo dejan en trance a alguien tan sólo con tocarle la frente.
Las mujeres de mi familia han estado durante siglos cuidando de ellas, conociendo sin querer –y queriendo- sus secretos y pasándolos de generación en generación para que las nuevas hijas supiesen atender bien a las damas pero, sobre todo, para que supiésemos cómo protegernos de ellas.
— No olvides guardar paños de las señoras todos los meses. Uno de cada una. Guárdalos debajo de tu cama en un saco de arpillera con ortiga dentro y no te deshagas de ellos hasta que puedas reponerlos con unos del mes siguiente —me decía mi madre.
— ¿Por qué? —quería saber yo, asqueada ante la idea de guardar semejante paquete cerca de mí.
— Sólo hazlo.
Tiempo después –como cincuenta sacos de arpillera después- leí en un libro que la sangre de bruja es un bien muy preciado y que con ella se hacen amuletos protectores.
El que escribió eso no conocía a las “Hermanas”.
Las señoras Marta y María no tienen apellido pero todos, a pesar de saber de su romance, las llaman así. Uno puede pensar que es la forma más cristiana de explicar por qué dos mujeres adultas viven bajo el mismo techo pero mi razonamiento es más cínico: ¿Acaso no es mejor historia para contar una llena de vergüenza e incestos, una que sea tan sucia que haga que nuestros pecados sean insignificantes?
No son hermanas, por mucho que les pese a los vecinos. Todo lo que sé sobre su pasado es que hace doscientos años se encontraron en un cruce de caminos e intercambiaron historias sobre familias abusivas y huidas de aquelarres enemigos. Ambas tenían muchas cosas en común, la principal: su maldición.
Las señoras poseen poderes fantásticos, probablemente mayores a los de otras brujas –espero no tener que averiguarlo nunca-, pero ambas habían nacido durante el solsticio de verano y eso las convirtió en algo más.
Por lo que sé todas las brujas pueden hablar con los muertos mediante sesiones de espiritismo u otros conjuros pero las Hermanas no dominan ese don a su antojo. En cualquier momento se veían requeridas por él, poseídas por el espíritu de un hombre que las obligaba a espiar a su viuda para asegurarse de que seguía respetándole, por el de una anciana que disfrutaba contemplando cómo sus hijos se tiraban de los pelos mientras intentaban robarse la herencia, por algún pervertido que las obligaba a desnudarse y tocarse frente al espejo o incluso varios espíritus a la vez, que peleaban por reclamar su atención. Todo eso, claro, las debilitaba por momentos.
Dicen que fue amor a primera vista. El destino. Puede que incluso sonase un arpa y piasen los pájaros. Lo cierto es que encontraron, la una en la otra, alguien en quien confiar. Y eso es casi tan raro como que dos brujas nacidas en el solsticio se enamoren.
Ambas vagaron juntas buscando una solución a ese mal que las atormentaba y las obligaba a encerrarse durante los meses anteriores a la fecha maldita para evitar que cualquiera, brujas o humanos, acabasen con ellas cuando flaqueaban y poder resurgir de esa noche mágica con fuerzas renovadas.
Llegaron, no se bien cómo, a conocer un conjuro que les permitía conseguir un arreglo: Durante un año una permanecería libre de la maldición para así cuidar de la otra, que cargaría con el doble de peso en su alma. El hechizo dura un año, en la noche de su cumpleaños todo vuelve a su cauce y deben repetirlo intercambiando los papeles.
Este año, después de que la señora Marta apuñalase a su amada para “robarle” su maldición recitó un hechizo desconocido para mí. El cuerpo cadavérico de su compañera seguía convulsionándose cada vez con más fuerza hasta que dejó de moverse por completo. La bruja que quedaba en pie no derramó ni una lágrima sobre el cadáver de su amada, simplemente colocó sobre el pecho de esta un medallón con una gema azul engastada. Al momento el cadáver se convirtió en piedra.
Supongo que doscientos años son muchos para que dure el amor. Al menos eso fue lo que pensé al ser testigo del a muerte de la señora María.
— No te atrevas a juzgarme —dijo la bruja—. No tienes ningún derecho a hacerlo. No sin saber lo que se siente.
Se, tan cierto como que el sol se pondrá en minutos, que por su mente pasó una idea que me estremeció y me hizo salir de la casa con apenas unas monedas en el bolsillo y un saco de arpillera que temo no sea suficiente para protegerme.
Termino de escribir esto antes de lo que me imaginaba, sin poder contar todo lo que quisiera, con los dedos adormecidos y un escalofrío que me advierten de que la bruja viene. Viene para que entienda el sufrimiento que la llevó a matar a su mujer, viene porque no soporta ver la culpa reflejada en mis ojos, viene para mostrarme cómo te consume una maldición.
Mira que andas con todo. Buen relato, me gusto el formato. Si alguna pega tengo es que das demasiadas explicaciones y a ratos se me hizo tedioso. Pero cosa pequeña. Un tema bien tratado y aunque sea yo de los necios que no entiende la modernidad del amor. Creo que lo tratas de una manera muy pulcra.
Otro hitazo.
Gracias por tu comentario José!!
Creo que si que me he hecho un poco de lio al contar la historia. Me veo yo en baja forma ultimamente. A ver si el verano me da fuerzas 😉
¡Un abrazo!
Anda tu y tu baja forma jaja. Ya quisieramos varios en nuestros puntos altos andar a tu altura jaja.
¡Exageraaaaao! (Pero gracias por el peloteo 😀 )
Un relato magnífico. Felicidades, me ha gustado mucho. Un abrazo.
Muchas gracias Wolfdux!!