Cuenta la leyenda que en la colina más alta de un pueblo costero creció hace siglos un roble que decidía sobre la vida de sus vecinos dependiendo de la dirección en la que los alisios meciesen sus ramas.
Tal era su poder que brujas de allende los mares peregrinaban para celebrar allí sus aquelarres. Las más poderosas incluso se permitían el lujo de arrancar una rama, bajo la luna adecuada, para fabricar amuletos únicos.
Conforme pasaron los años, las brujas fueron diezmadas y el árbol comenzó a secarse. Pero los pueblerinos no fueron tan estúpidos cómo para olvidar lo que latía en su interior.
Fue un forastero, cargado de oro y grandes planes, quien removió sus poderes ancestrales.
El hombre, que se hacía llamar Duque, compró gran parte del pueblo y escogió esa colina para erigir su hogar. Hubo quién le advirtió sobre la historia del viejo roble, pero sólo consiguieron convencerle aún más de que aquel era el mejor lugar para hacer crecer su imperio.
Su entusiasmo le hizo llamar al mejor fotógrafo de la época para que lo inmortalizase junto a su mujer y sus cinco hijas frente al árbol, como si de una exótica pieza de caza se tratase, antes de mandarlo talar.
La mansión fue la más fastuosa del país. Durante meses llegaron barcos cargados de maderas africanas, mármoles italianos, telas egipcias, jades chinos y montones de esclavos para ayudar en la construcción.
Cuando estuvo terminada, los esclavos desaparecieron. Ningún barco volvió a recogerlos ni ningún terrateniente los reclamó. Simplemente desaparecieron. Nadie preguntó por ellos, como era normal por aquel entonces, pero tampoco comentaron la desfachatez de no quedarse a una docena para las tareas del hogar. Porque nadie hablaba de la mansión. No sin santiguarse antes.
La mujer del Duque buscó desesperada servicio en el pueblo: ofreció salarios dobles, varios días libres al mes, confortables habitaciones… Finalmente se vio obligada a traer sirvientes ingleses que desconocían la leyenda del árbol maldito.
La vida de esta dama, a la que todos llamaban Cuerva por no dejar de vestir de negro ni un solo día, no fue placentera. Se vio sola en un país extranjero, con un marido que huía en expediciones que duraban meses, rodeada de gente humilde que la ignoraba y de una sociedad pudiente que los despreciaba por no ser ricos de nacimiento.
Y luego, claro, estaban las muertes.
La pequeña Estela murió en la primera navidad que pasaron allí. El perro de la familia, un San Bernardo de quince años medio ciego, se volvió loco y la descuartizó. Cuando Cuerva subió a arroparla encontró al animal devorándola en su cama.
Las gemelas murieron tres años más tarde aplastadas por una estatua de bronce que adornaba el recibidor. El peso les seccionó la mitad inferior del cuerpo y permanecieron horas gritando mientras los médicos decidían si levantarla o no. Finalmente el tiempo decidió por ellos.
Las malas lenguas dicen que las gemelas se revuelven en su tumba porque fueron enterradas con las piernas equivocadas.
Un año después la hermana mayor se ahorcó. Pasó meses sufriendo horrendas pesadillas en las que un monje con ropajes negros le enseñaba una miríada de horrores inimaginables para una quinceañera. Cuando la descolgaron comprobaron que, previamente, se había sacado los ojos. Nadie quiso saber cómo había conseguido colgarse sin ellos.
La última hermana se desvaneció. Una tarde, su madre le pidió que le acercase un bote de mermelada de la despensa para terminar una tarta. Nunca salió de allí.
Cuerva había querido muchas veces marcharse, pero su marido era orgulloso y no deseaba oír cómo la gente se reía de él, cómo le señalaban con el dedo y le decían que se lo habían advertido. Aun así, esas voces no cesaron nunca de atormentarle.
La noche en la que la mansión ardió el Duque se encontraba sólo. Los sirvientes habían huido, sus hijas habían muerto y su mujer, que llevaba meses postrada en la cama en un extraño coma, no estaba realmente allí.
El imponente edificio ardió por tres días y nadie acudió para intentar sofocar el incendio. Ni para ayudar al Duque, cuya risa histérica no dejó de sonar hasta que se consumió la última brasa.
Una de las sirvientas contó que, al final, el hombre sólo hacía una cosa: contemplar el retrato del roble. Juraba que ya no aparecían las imágenes de su esposa e hijas, que habían ido desapareciendo una a una. Cómo hojas en otoño.
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Texto enviado para la escena nº 25 del Taller de Escritura Creativa “Móntame una escena” de Literautas
¿Cómo podría no encantarme este relato? Muertes espantosas y siniestras, una casa embrujada y la imagen final del retrato cambiante (me lo esperaba en cuanto mencionaste la fotografía, pero no por predecible es menos inquietante). La idea de una familia que se muda a una casa horrenda, recurre a extranjeros desconocedores de la leyenda y va muriendo, me ha recordado a «La casa encantada» de Lovecraft. ¿Y qué pasó con los esclavos, por cierto?
Pues, probablemente, el árbol necesitase sangre y sacrificios para recomponerse dps de haberse quedado sin brujas que le adoren. O puede que salieran pitando. Aunque yo tp me fiaría mucho de un dueño que se hace llamar «Duque» y oye voces. Vete a saber que pasó.
¡Gracias por el comentario!
Muy buen relato Iracunda. Felicidades. Ha sabido condensar la historia del árbol, la familia y la casa muy bien en tan poco espacio. Me ha gustado mucho como nos has transportado a esa colina y nos has contado su historia.
¡Nos leemos!
Gracias wolfdux!!
Me parece revivir la tragedia de Heathcliff y Catherine en la Granja de los Tordos, la maldición de un amor imposible en Cumbres Borrascosas. Echo de menos alguna ciénaga alrededor del viejo roble.
Una ciénaga también daría mucho juego, si. La típica con sus cadaveres y sus monstruos y tal. Jajaja