Oscuridad

mujer rezando

Ocho mujeres permanecían en la más absoluta oscuridad, arrodilladas, rezando en un monótono e ininteligible murmullo. La luz, blanca y quirúrgica, lo cubrió todo al dar un viejo reloj de cuco las siete. Casi al mismo tiempo, el mueble de madera frente al que rezaban se encendió y la voz de un hombre salió llena de interferencias por su altavoz.

“En el principio Dios creó al hombre. Perfecto. Invencible. Le dio las herramientas para que dominase a todos los seres sobre la faz de la tierra y eso hizo durante siglos. Pero no seríamos dignos hijos de nuestro Padre si no probásemos nuestra fe, así que envió a esta tierra a Los Otros para permitirnos demostrarle nuestro amor haciendo eso para lo que fuimos creados: Dominar”

El hombre empezó a cantar una oración. Las mujeres se unieron, levantándose y dirigiéndose a un armario de metal. De él sacaron ocho canastos con las telas ignífugas que deberían coser en su jornada.

“Nuestro trabajo estará hecho cuando el Señor nos llame a su encuentro”

—     Y correremos hacia su seno llenos de orgullo y con el corazón limpio —repitieron las mujeres al unísono.

La voz del hombre dejó paso a una música de arpa que, como todos los días, sonaría hasta la hora de comer.

Las mujeres se sentaron alrededor de una gran mesa camilla y comenzaron su labor. Todas iban vestidas con amplias túnicas bermellones que apenas conseguían disimular el avanzado estado de gestación de cuatro de ellas.

—     Puntadas cortas y apretadas Sarah —recordó la más mayor.

—     Sí, madre —contestó Sarah guiñando un ojo a Lot, la hermana que tenía enfrente.

La madre suspiró y meneó la cabeza. No había sido un mes fácil: las pequeñas estaban alteradas por la inminente Recolecta y las mayores a punto de parir. Y luego estaba Esther. Nunca había sido la más fuerte, pero desde la última Recolecta era simplemente una carcasa vacía que no dejaba de murmurar palabras sin sentido.

—     Ya queda menos —dijo María, la hermana mayor, frotándose la tripa.

Lanzó una mirada llena de significado a Sarah, Lot y, especialmente, a Esther para decir:

—      Y para vosotras también, pronto será la Recolecta…

El comentario consiguió el efecto deseado, Esther comenzó a gemir, se levantó y se fue a agazapar a un rincón.

—     ¡Ven aquí puta! ¡No te muevas! ¡Ahora puta, ahora! —gritaba mientras se daba puñetazos en la cabeza.

La madre corrió a consolarla mientras sus hermanas reían la gracia.

—     Quizás hoy podamos salir al patio otra vez —dijo Lot intentando calmar los ánimos—.  Me gustaría ver a Agnes antes de marcharnos.

—     No debéis ser tan egoístas, hemos salido hace tres días y pronto será la Recolecta —reprendió la madre, aunque creyese que sus hijas lo necesitaban para alejar los demonios del aburrimiento y darle un respiro.

—     Y luego volveremos aquí… —murmuró Lot mirando la barriga de sus hermanas.

—     De todas formas cada vez es más triste salir al patio —dijo otra de las embarazadas—, ¿habéis visto cómo nos miran las otras mujeres? Dicen que ojalá nuestros hijos sean todos varones, como las otras veces, pero sé que desean todo lo contrario…

—     Somos unas afortunadas, sabéis que todas las celdas tienen el mismo tamaño y que no es lo mismo compartirla entre ocho que entre quince —apaciguó la madre.

—     Dicen que algunas están… —María se frenó tanteando cómo podría sentarle a su madre lo que iba a decir— Que están “ayudando” a hacer espacio.

Todas permanecieron en tensión y no respondieron al comentario. Era un secreto a voces el que algunas niñas morían antes de cumplir un año y que, casualmente, ocurría en las familias con más miembros.

 “Cuando Dios se siente honrado nos lo hace saber: Hoy, una tormenta ácida ha barrido uno de los asentamientos de Los Otros. Agradezcámoselo con una oración…”

—     Quizá ya quede menos para la Gran Colonización—deseó Lot después del rezo.

—     Dios te oiga —dijeron todas a la vez y rieron por su sincronía.

Esther, más tranquila ahora, había vuelto a ocupar su sitio en la mesa y seguía murmurando. El resto de mujeres siguió con su tarea, pero Lot se la quedó mirando. Ella sabía qué murmuraba. La había oído por las noches, en la oscuridad, revolver entre los costureros y acercarse a sus camas para repetir la misma cantinela: “Sería mejor que estuviésemos muertas”. Lot no podía dejar de pensar en si esa noche al fin se atrevería a usar las tijeras y, en lo más profundo de su ser, deseaba que así fuera.

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Texto enviado para la escena nº 24 del Taller de Escritura Creativa “Móntame una escena” de Literautas

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