Isadora se había criado leyendo cuentos de hadas. En su cabeza los caballeros andantes y las reinas de las hadas eran tan reales como el suelo bajo sus pies. Nunca lo reconocería pero, a veces, de reojo veía sombras que se movían y luces que parpadeaban y entonces se sentía segura porque sabía que su ángel de la guarda estaba cerca, protegiéndola.
En días de verano como aquel, le gustaba bajar a la playa a contemplar las olas mientras se peinaba su largo cabello, igual que las princesas de sus cuentos. Por cosas como esas nunca había logrado tener amigas. Ella prefería leer sobre ninfas antes que escuchar sus conversaciones. Ninguna de las otras chicas tenía imaginación.
Ellas también soñaban con un príncipe azul, pero no uno de los que venían montados en caballos blancos. Su final de cuento ideal era casarse con uno de los oficinistas de la conservera y vivir en uno de esos chalets que estaban construyendo a las afueras que venían con lavadora incorporada.
Cuando Isadora hablaba de aventuras en el lejano oriente y de luchas con cimitarras ellas se reían y le animaban a soñar con cosas más reales, como formar una familia feliz. Con el tiempo la gente del pueblo empezó a comentar, por lo bajo primero y luego sin molestarse en disimular: “Algo le pasa a la chica del relojero”. Pero Isadora había encontrado la felicidad en su pequeño mundo.
Sus padres nunca habían tenido nada en contra de sus cuentos hasta que empezaron las pesadillas y sus andanzas nocturnas estando sonámbula. La última de sus escapadas casi acabó con ella en el fondo de ese mar que tenía ahora frente a ella y que tan inofensivo parecía. Desde esa noche se le prohibió terminantemente volver a leer ningún libro, ya que al parecer lo más razonable era pensar que esas extravagancias provenían de ellos.
Lo que no imaginaban (nadie en ese pueblo parecía imaginar nada) era que Isadora no necesitaba ningún libro para poder volver a ese mundo de cuentos de hadas. Se sabía de memoria cientos de historias y no pensaba dejar que la tozudez de sus padres le arrebatase esa alegría que le proporcionaban sus aventuras.
Sin embargo esa mañana era distinta, se sentía triste sin saber porqué. Era una tristeza de esas que salen del fondo del estómago y suben por la garganta parándose primero un buen rato en el corazón. Sentía como si le faltase alguien pero no podía recordar quién. Pensó en aquella sirena a la que una bruja había borrado la memoria para que no recordase a su amado y por un rato se sintió mejor, porque al final siempre había algo o alguien que salvaba a la protagonista.
Mientras pensaba en pociones y amuletos que evitasen ese pesar, vio que un hombre la observaba a lo lejos. La luz del sol se reflejaba en su camisa blanca y le daba el aspecto de ángel. La cabecita de Isadora dio mil y una vueltas pensando en todas las posibilidades: sería un turista (estaba segura de que no lo había visto nunca) que sólo pretendía pasar unas semanas en el pueblo hasta que sus ojos se encontrasen y ya no quisiese irse jamás; o quizá era un príncipe disfrazado que venía de muy lejos en busca de esposa; o un espía… Cuando se quiso dar cuenta el hombre había bajado a la playa y se había sentado en una roca, a menos de un metro suyo.
– El sonido del mar es relajante, ¿verdad? –dijo sin tan siquiera mirarla.
El hombre permaneció en silencio durante un par de minutos para terminar diciendo:
– Se nos hace tarde…
Entonces la agarró del brazo y al ver que Isadora se resistía empezó apretar más. Ella se defendió con todas sus fuerzas arañándole la cara y mordiéndole. En menos de un minuto tenía a su alrededor a otros dos hombres que la redujeron. Uno de ellos tiró fuerte de su brazo izquierdo y pudo ver cómo le inyectaba un líquido amarillento. Se sintió desfallecer, como si cada vez se hiciese más pequeña, hasta desaparecer.
Cuando despertó estaba en una cama extraña. Se intentó incorporar pero solo consiguió que todo diese vueltas más rápido y vomitar en la colcha que la cubría.
– Socorro… -susurró
Y cuando fue consciente de su voz lo gritó una y mil veces hasta que oyó la puerta abrirse.
Una mujer entró y con toda la amabilidad del mundo le retiró la colcha y la ayudó a limpiarse en el lavabo que estaba instalado en una de las paredes.
– Así, mucho mejor –dijo la mujer.
– Tiene que ayudarme, tengo que volver a mi casa… no se qué hago aquí…
– ¿Cómo te llamas?
– Isadora… estaba en la playa y esos hombres…
– ¿Qué edad tienes?
– Diecisiete años, pero escuche, tengo que volver a mi casa, o por lo menos llamar a mis padres…
El rostro de la mujer se volvió serio y perdió toda su amabilidad.
– No te preocupes, todo irá bien. –dijo la mujer, como si supiese que nada iba a ir bien.
Isadora aporreó la puerta sin ningún resultado. Se obligó a calmarse y a pensar, había leído sobre situaciones así toda su vida. Examinó la habitación: Una cama destartalada, una mesita desconchada, un crucifijo en una pared y el lavabo, instalado sin ningún sentido, en otra. Sólo había una ventana demasiado pequeña para que cupiese por ella, aún así, se asomó para orientarse y saber si seguía en su pueblo.
Sólo alcanzaba a ver unos jardines primorosamente cuidados que no tenían nada que ver con la falta de esmero con la que se había decorado su cuarto. Al lado de su ventana había un cartel con letras enormes que anunciaba al mundo dónde se encontraba: “Sanatorio Santa Ana”
Al final lo habían hecho. Empezó a llorar desconsoladamente. La noche del incidente en la playa sus padres se habían asustado tanto que habían amenazado con internarla en uno de esos centros si volvía a tener comportamientos “anormales”.
A Isadora se le rompió el alma, pudo oírla quebrarse y supo que todo había terminado. “No hay mas cuentos para ti, bienvenida a la realidad” le dijo una voz familiar en su cabeza.
Al poco rato la puerta volvió a abrirse para dejar entrar a dos hombres esta vez. Uno llevaba una bata blanca y un cuaderno, supuso que era un médico, y el otro era un rostro familiar al fin:
– ¡Papá! Gracias a Dios, vámonos de aquí… -dijo abalanzándose sobre él.
Su padre no la miraba, tenía los ojos hinchados. Nunca antes lo había visto llorar.
– Ha empeorado en estos días –dijo el médico-. He recibido los resultados de los análisis y está todo en orden, pero como puede ver…
– ¿Dónde la han encontrado? Estábamos tan preocupados… Pensamos que moriría de hambre, o atropellada, o…
– Papá, lo siento, ¡no lo volveré a hacer! –aunque no sabía muy bien por qué se estaba disculpando-. Trabajaré contigo en la relojería, iré a catequesis con las otras chicas, aprenderé a cocinar…. ¡Lo que sea!, pero por favor…
Su padre la abrazó y continuó llorando. “Aún hay esperanza” pensó.
– Isadora, tranquilízate. Queremos ayudarte. ¿No le recuerdas? –dijo el médico señalando a su padre.
– ¡Claro que sí, deje de decir tonterías! Papá por favor vámonos de aquí…
El médico le pidió algo a la enfermera.
– ¡Espere! –dijo su padre- ¿Está seguro de eso? La última vez le provocó más ansiedad…
– Le recuerdo que hace un año llegó aquí desesperado por recuperarla –dijo el médico señalando agresivamente a Isadora- y le recuerdo también, que llevaba tres meses perfectamente hasta su recaída de hace unos días.
– Su suero ya no funciona… -contestó su padre apretando los dientes.
– Se hará a mi modo –sentenció el médico.
A Isadora no le gustaba ese hombre, parecía disfrutar con todo aquello.
– Mira querida –dijo tendiéndole un espejo de mano.
Contempló su reflejo por unos segundos, apartó el espejo y muy calmadamente dijo “No” devolviéndoselo al médico.
– Isadora, mirate.
Intentaba sonar calmado pero ella sabía que lo estaba sacando que quicio. El médico mantuvo el espejo frente a su cara y la obligó a mirar.
– Este no es tu padre, es tu hijo y tú no tienes diecisiete años, tienes ochenta y tres… ¿Recuerdas algo ahora? –preguntó mientras leía algo anotado en su cuaderno.
Fue entonces cuando Isadora se sintió caer, cada vez más abajo, como si bajase por una exagerada madriguera de conejo. Mientras bajaba, pasaban por su mente imágenes de una vida que podía ser la suya o la de una desconocida y se abandonó totalmente, volvió al único lugar en el que se sentía a salvo, con los caballeros y las hadas.